La vida de los milicianos del Vietcong en ese claustrofóbico universo era penosa. El aire estaba enrarecido, hacía un calor sofocante y la escasa comida se descomponía con extrema rapidez. Las tarántulas, las serpientes y las ratas campaban a sus anchas. Era incontable el número de guerrilleros que sufrían malaria o avitaminosis. Y, sin embargo, en las poblaciones subterráneas se desarrolló todo un estilo de vida muy particular. Se oficiaban bodas, nacían niños y se pronunciaban conferencias para animar a la resistencia a ultranza. El ejército estadounidense se encontró con muchas dificultades a la hora de desalojar al enemigo oculto bajo tierra. Las entradas a las galerías solían estar muy bien camufladas y si los accesos llegaban a ser descubiertos el intento de destruirlas por medio de explosivos o de lanzallamas no solía ser suficiente.

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